En medio de un mundo que ha relativizado el amor, que vive erotizado y que ha convertido toda celebración en una maquinaria comercial, la Iglesia Católica recuerda hoy al Obispo y Mártir San Valentín.
El protector de los enamorados, nació en la ciudad de Terni a cien kilómetros de Roma (Italia) en el año 175, donde actualmente yacen sus restos en una urna debajo de un altar lateral en la Basílica que lleva su mismo nombre.
En el siglo III, época en la que el cristianismo era perseguido, el santo dedicó su vida a la comunidad cristiana su ciudad natal, y arriesgaba su vida para casar sacramentalmente a las parejas durante este tiempo.
Además, según cuenta la tradición el emperador romano Claudio II prohibió el matrimonio en esa época ya que creía que los soldados casados no eran tan aguerridos como los solteros porque no estaban emocionalmente ligados a una familia.
El emperador Claudio dio entonces orden de que encarcelasen al santo y fue azotado en la vía Flaminia cerca a Roma para evitar tumultos y represalias de parte de los fieles que lo apreciaban mucho, cuenta la tradición que fue decapitado y se le dio sepultura apresuradamente en un cementerio al aire libre.
Posteriormente, tres discípulos suyos lograron desenterrar el cuerpo y lo llevaron de regreso a la ciudad para darle una sepultura digna para su veneración. Según indica la Diócesis de Terni, San Valentín fue martirizado el 14 de febrero del 273.
La fiesta de San Valentín recuerda que el auténtico amor va bastante más allá de un sentimiento, ya que es esencialmente una opción de la voluntad expresada en la entrega y el sacrificio que no «mide» consecuencias.
Como dice el Papa Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas Est (Dios es Amor), el amor «es ocuparse del otro y preocuparse por el otro. Ya no se busca a sí mismo, sumirse en la embriaguez de la felicidad, sino que ansía más bien el bien del amado: se convierte en renuncia, está dispuesto al sacrificio, más aún, lo busca».